Crónica: ¡Que nunca silencien el repique de tambores!
Con solo tres años o menos, estos niños reciben la herencia cultural de la música típica.
Por: Elnuevodia.com | Noticias | Mabel Figueroa Pérez
Una fila de tambores con percusionistas dándole duro al cuero.
Yenyereeeeee, yenyeré…
Es una melodía cadenciosa. Jamás pasa desapercibida.
Coco, coco, coco, coco, vegijante come coco…
Su ritmo es penetrante y le eriza la piel de emoción a cualquiera.
Aguatilé, aguaaaa, aguatilé…
El tocador y la bailadora conversan en los idiomas del repique y movimientos corporales.
Cuembé, cuembé na’ ma’…
El sonido de los tambores al unísono hipnotiza, nos lleva a un trance musical.
Bambulaé sea ya…
Ella sacude con fuerza la falda vaporosa. Menea las caderas, los hombros y, en pasos cortos de puntilla o pequeños brincos, recorre su escenario: una calle, la arena de la playa o una tarima. Da igual el lugar.
Oí una voz, oí una voz, oí una voz divina del cielo que me llamó…
Salió de los ingenios azucareros, de las barracas de los esclavos africanos que fueron obligados a vivir en la isla y que hoy son parte de nuestra identidad de pueblo. Es cultura. Es tradición. Es orgullo. Es sonrisas. Es herencia que pasa de generación en generación.
La bomba puertorriqueña está viva y no morirá.
Son las 11:00 de la mañana de un sábado. Poco después de la Plaza de la Convalecencia en Río Piedras, oigo el sonido de los tambores. El Sol está que arde. Subo al segundo piso del edificio donde ubica el Taller Tamboricua. Me topo con un enjambre de pequeños.
Noah Vázquez llegó listo para su clase. Está feliz. Tiene tres años.
La maestra Janelle Gabino le da la bienvenida a sus alumnos. Tiene un embarazo bastante adelantado y con mucho cuidado se sienta en el piso.
De fondo, se escucha el repique del tocador Gabriel Oliver. Él posee un bachillerato en bioquímica y ahora está haciendo otro grado universitario en música popular.
Antes de entrar al salón, hay que quitarse los zapatos. Los niños se sientan formando un círculo. Se ven excitados de la emoción.
Ubican una caja en el centro. Noah es el primero que se para y saca su pandero. Vuelve al lado de su mamá, que lo anima todo el tiempo.
Sus compañeros de clase hacen lo mismo. Y comienzan a tocar y a cantar con la maestra.
Se nota que Neithan Quiles ha practicado. Él también tiene tres años. Con una expresión seria de concentración, toca su pandero con fuerza y ritmo. Su papá lo celebra con orgullo.
Ya se calentaron los motores en la clase de bomba para niños de tres años o menos. Aquí aprenden a amar la música y el folklore.
Con una flor en su cabellera rizada y, como yo, con pulseras en ambas manos, Isabela Olivero no para de sonreír. Su rostro es el de una niña que lo está disfrutando. Se sabe todas las canciones. Su papá y su mamá le hacen coro. Tiene dos años y 10 meses.
A su lado está Emma Dariana Guadalupe. Su papá se la monta en la falda y ambos entonan la canción del tren: “Chu, chuuuú”. Emma no para de reír. Ella tiene dos años y cinco meses.
“Llegó Valentina”, anuncia la maestra. “Un redoble para Vale”, agrega. Gaby toca su tambor para darle la bienvenida. Ella, con su gran lazo blanco, solo los observa. Sonríe tímidamente.
Otra caja con instrumentos. Esta vez son castañuelas alusivas a diversos animales. Emma escoge a los coquíes y, en vez de ir a su lugar, se para en el centro del salón, así, bien tranquila. Una pena que con los años perdemos esa maravillosa espontaneidad. Cantó toda la canción: “Los pollitos dicen, pío, pío, pío”, pero con los ritmos de la música de bomba.
De momento, hace su entrada Rita Vázquez Parés con un collar de “perlas”, un peine brillante y una falda rosada en tela de tul. No miento si digo que su look chic y su seriedad, mirando a todos y acurrucándose en los brazos de su madre, me cautivó. Ella tiene 2 años y cuatro meses.
El pequeño Rodrigo Medina, con su gran reloj blanco, no para de bailar y cantar. En una breve pausa, se pone de pie, va hacia los tambores y comienza a tocarlos. Gaby lo acompaña y lo anima.
Es una escena hermosa.
Aurora Viera llegó con su hermano, Sebastián. Ambos se sentaron a esperar por su clase. Ella es grande, tiene seis años. Ya se graduó de la clase de los más chiquitos. Con su melena rubia, confiesa lo que le pasa cuando oye el repique de tambores: “yo me muevo”.
¿Qué es lo más que te gusta?
-Que bailamos y la música.
Cuando tú seas grande, ¿qué vas a ser?
-Veterinaria y dentista.
¿Vas a tener música de tambores en tu oficina?
-Sí.
Aunque seas veterinaria o dentista, ¿vas a seguir bailando?
-Sí.
Me sonríe, le sonrío. Se va.
Carolina Isabel Bonet ya tiene 15 años y sigue en el taller. Comenzó a bailar bomba con apenas dos años. El amor por la música y la cultura se lo debe en gran parte a que creció entre esos ritmos.
“Me encanta. Tomar la clase desde los dos años me ayudó en la coordinación y me hizo sentirme orgullosa de mi país, de mi bandera, desde chiquita. Uno interactúa con otros niños y aprendes a ser solidario, compasivo”, dijo.
¿Hasta qué edad te gustaría coger clases de baile?
Hasta que sea viejita… Más que un pasatiempo, es mi pasión.
El caso de Raisa Rodríguez es interesante, porque se trata de un ejemplo vivo de cómo traspasar esta experiencia a otra generación. Comenzó con las clases de bomba en los años universitarios. Al embarazarse de Ían, regresó. Cuando su bebé nazca y cumpla seis meses, lo matriculará.
“Aprendí todo sobre la bomba y quiero lo mismo para mi bebé… La cultura se está perdiendo y aquí fortalecemos esos conceptos y la unión familiar”, dijo.
La maestra Janelle sigue con su clase. “¿Cuál es tu canción favorita?”, le pregunta a Isabela.
“La araña”, le responde ella.
Mientras esto pasa, Rubí León llega al centro del salón. Con su diadema de lentejuelas rosas, comenzó a regalar sonrisas. Vuelve con su mamá. ¡Genial!
Comienzan a cantar otra vez.
Hace casi dos décadas que Elía Cortés fundó el taller. No esconde el orgullo de haber sembrado cientos de semillas que han germinado en puro folklore.
“Estoy segura que van a replicar esas enseñanzas de nuestro folklore a sus hijos y eso es muy importante. Que siga de generación en generación”, sostuvo.
De hecho, ella se iba junto a un tocador a ciudades de Estados Unidos para trabajar con la diáspora. Cuando ahora ve festivales, escuelas y grupos de bomba allá, la satisfacción la recorre.
Es el momento de saludar a Gaby. Noah no lo piensa. Dobla su torso hacia el frente y le hace la reverencia con su manito al percusionista, quien le responde con los repiques. ¡Me encanta!
Termina la clase de los chiquitos y Ariana se pone la falda rosada para iniciar su lección de bomba.
Antoinette Rodríguez, la profesora de Ariana, sigue de cerca sus estudiantes.
¿Qué aprendes de tus pequeños estudiantes?
-Todos los días aprendo algo: a ver la vida de otra forma, a ser más feliz, a no rendirme.
Me despido y dejo atrás a los que sin duda serán los futuros abanderados de la música típica.
Comienzan a sonar los tambores otra vez y, con su melodía, se renueva el compromiso de resguardar nuestra cultura.
¡Qué gratificante!